La Habana, 1959
El hombre de la boina negra le explicó, con la voz pausada y lenta de un maestro, mientras se gozaban un par de robustos y pestilentes puros hechos a mano, que matar –ajusticiar suena mejor, aclaró– era, a la larga, un requisito inexcusable de supervivencia y un deber que la historia premiaría con la gratitud eterna de las masas. En pocas palabras, una tarea revolucionaria.
−Los muertos, pibe, generalmente no entorpecen las faenas de los vivos, no discuten, no joden −le dijo−. Pero, sobre todo, enseñan a los díscolos que equivocarse cuesta.
−Cuesta todo −afirmó el barbilampiño capitán con su acento de gringuito del suroeste a medio cubanizar, que tanta gracia le hacía al de la boina negra.
−Sí Herman, pero para que los difuntos sean útiles de verdad a la causa, a la causa de nosotros los revolucionarios, tienen que ser muchos y sus delitos conocidos. −Cogió aire a cantazos, haciendo un ruido raro con su pecho asmático−. Esa es la importancia de los juicios sumarios con fiscales, defensores, periodistas, fotografías y recordatorios en la televisión, que se le incruste en la mollera a la gente que defenderlos, pedir clemencia para ellos es hacerse cómplice de sus fechorías. −Aspiró el humo arrugando la nariz, como si el vapor azuloso fuera un medicamento−. Y con apelaciones, aunque sean así de rápidas. −Tronó los dedos gordo y medio de la mano zurda.
Herman se caía de sueño, o mejor, de aturdimiento.
–Yes, sí… sí. −Contuvo con evidente esfuerzo un conato de bostezo.
−Batista no aprendió de ustedes, los yanquis, que inventaron los juicios de Núremberg y la cancioncita esa de acusar de criminales de guerra a los perdedores. –Tosió y escupió, volviendo la cabeza a un lado, un salivazo oscuro que trajo desde bien adentro de los maltrechos pulmones–. Los batistianos torturaban y mataban a la gente y después los negaban, o decían que murieron en combate con la policía o el ejército. −Miró la hora en el reloj de pulsera−. Fabricaban héroes y mártires, no ejemplos. ¿Entendés lo que te digo, Herman?
−Bruto el hombre, ¡so stupid, fuck!
Se sintió un barullo lejano: rejas abriéndose y cerrándose, candados y pestillos, órdenes en sordina, un grito aislado, ruidos ominosos de viejo presidio colonial al caer la noche.
−O ellos o nosotros, Herman, y si queremos durar, lo más recomendable es que sean ellos.
−Yes, sí, mejor ellos. −Se amasó la rodilla herida que no acababa de cicatrizar del todo, quizás por la falta de un buen tratamiento médico y descanso.
El de la boina negra volvió a mirar la esfera luminosa del reloj suizo que le había regalado el Jefe, seguramente recuperado de la fortuna personal de algún político encarcelado por ladrón, o algún general del anterior gobierno en fuga.
–Ve a lo tuyo, pibe, basta de charla por hoy, en menos de una hora los boludos a tus órdenes disparan el cañonazo de las nueve.
−Sí, comandante, ya me voy.
−¿Cenaste?
− Alguna bobería. –Sonrió con desgana−. Prefiero almorzar fuerte.
−¿Flojera de estómago?, ¿pudores? −Se rio sarcástico y con la boca torcida, muy a su peculiar e irónico estilo.
El capitán apoyó las manos en el banco de madera tosca, sin barnizar, y se puso de pie.
–Costumbre creo, no sé, señor.
Continuaron los murmullos, los sonidos apagados, pero ahora en aumento, en aquella enorme instalación penitenciaria que cobraba vida −vida es un decir , una ironía− justo al arribar la noche.
−¡Pendejadas, ni que fueras una vieja enclenque, pibe! −Hizo un gesto más o menos amable con la mano, que no por eso dejó de ser una orden–. ¡Andá, chico, andate ya!
El hombre de la boina negra se quedó contemplando al gringo, estrechando los ojos con visible interés, dubitativo. Era casi un niño crecido a la fuerza y viviendo una aventura que él mismo se había buscado y que lo convertiría, sin dudas, en un hombre hecho y derecho, o lo destruiría hasta convertirlo en cenizas. En fin, ya la vida diría la última palabra.
Herman caminaba ahora a buen paso, sin mirar atrás, sintiendo en el cogote la mirada impasible y dura del hombre de la boina negra. Iba cojeando levemente de la pierna derecha, pero, así y todo, con bastante agilidad. Se desplazaba hacia el bloque de galeras donde se hacinaban los centenares de reclusos que esperaban; que aguardaban por lo que los acontecimientos, los comandantes y el azar habrían de depararles, o el destino, para los que creen en él.
Iba transitando por el lúgubre pasillo, una especie de túnel excavado a picos y mandarrias en la piedra viva hacía trescientos, o quizás más años, por los negros esclavos, que levantaron aquella fortificación en una maciza elevación de rocas calizas cortantes y húmedas, desoladas y amenazadoras, justo frente a la boca de la resguardada bahía de bolsa, que se suponía debía vigilar y proteger de los ataques de piratas, corsarios, filibusteros, ingleses, holandeses y otras escorias del envidioso y agresivo mundo exterior.
Del otro lado de la estrecha embocadura del canal de entrada al puerto, la ciudad bella, rutilante, abierta, limpia y llena de sol, o de estrellas. Faros de automóviles y reflejos de luces de neón, rascacielos y el soberbio malecón, vida, alegría, cervezas, ron, música, baile, sexo, y ahora discursos y trabajo. Sí, trabajo, y esperanza, fe en algo no muy definido, o fe en un hombre, uno solo, que sabrá muy pronto quedarse solo para elevarse en soledad a las alturas, y también mucho de eso que llaman el futuro, algo un poco vago y enceguecedor, como el siempre inalcanzable horizonte en los desiertos, pero algo a lo que agarrarse en el maremoto que comenzaba a crecer y a desbordar los límites. Algo, algo, al fin y al cabo, eso sí, siempre mejor que el pasado y el presente, delante siempre, en movimiento perpetuo. Eso tan lindo que machacaban al final de los discursos y arengas: el luminoso porvenir.
El hombre de la boina negra miró, ahora, hacia el cuadradito de cielo obscuro que permitían ver las enormes paredes grises que le rodeaban. Unos paredones manchados del verde oxidado de las hiedras que crecían desde las húmedas junturas de los bloques cuadrados de piedra, hacia arriba, hacia la luz, apuntando a un cielo que nunca alcanzarían. Aspiró una vez más su cigarro puro y pensó que allí, en aquella puñetera ciudadela que la Revolución había puesto en su camino –y en sus incorruptibles manos–, todo era lúgubre y feo, deprimente, triste, hasta las cagadas de los pájaros viajeros que tapizaban el duro y desportillado suelo calcáreo que pisaban. Como si la esperanza se hubiera quedado del otro lado del macizo portón, donde calentaba el sol y bullía la vida. Y era verdad, ¡carajo!, del inmenso portón para adentro reinaban las tinieblas.
Pero que importaba si él y algunos otros como él, como el americanito, le desbrozaban el camino al porvenir. Como dioses, o como el dios en el que no creía, o en el que pretendía no creer… ¡ah, claro, y al que no temía! Allá los pelotudos remilgados, los cagones comecuras, los pibetes de flequillo y chalequito de primera comunión, allá ellos.
Otra vez, con sus ojitos afilados y tristes siguió al capitán, mientras se rascaba las ralas pelusas, no muy limpias, de la barba. Lo siguió, impertinente, hasta que el capitancito desapareció en un recodo del pasadizo. Se escuchó entonces una estridente orden de atención, luego otra, cortante, en otra voz y otro tono más agudo y helado, si es que eso era posible. Órdenes que vinieron rebotando y rebotando en el eco de las frías y siempre goteantes paredes.
El hombre de la boina negra no pudo evitar −menos mal que estaba solo, sin testigos indiscretos− un estremecimiento. Dejó caer al piso el cabo de tabaco, sin molestarse en apagarlo, y se marchó, andando lento y pensativo, a su espartana oficina. Solo. Solo y voluntariosamente firme en su porfía con la vida.