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¿Saben o no saben escribir los médicos?


En la historia hay una cosa absolutamente prohibida: el juzgar lo que hubiera sucedido de no haber sucedido lo que sucedió.

Gregorio Marañón (1887-1960)

Conversemos hoy, para variar, de médicos y literatura, mejor dicho, de médicos que hacen o han hecho alguna vez literatura, entendiendo por tal aquellas obras escritas que rebasan el terreno puramente técnico de las ciencias médicas, que son o han sido de interés para personas más allá de los profesionales de la medicina, que su prosa o versificación tiene estilo propio, es original y de calidad y que de una u otra forma han cobrado alguna fama y han perdurado en el tiempo.

Aclarado esto, vayámonos bien atrás en la historia.

Es posible que cometamos un error en cuanto al tópico de cuál es la más antigua profesión que haya practicado un ser humano. No estamos seguros, pero es probable que los primeros profesionales hayan sido los sanadores, esos seres parlanchines, atrabiliarios y arriesgados (equivocarse podía costar muy caro) que conocemos genéricamente como brujos, chamanes o shamanes —intermediarios con los espíritus, según ellos mismos—, en una palabra, los médicos prehistóricos. Curar, lo que se dice curar, uhmm…, pero contaban cuentos, cantaban trenos, hacían algún tipo de música, bailaban danzas rituales, puede que incluso pintaran en las cuevas, pero no, no sabían escribir, y no porque fueran ignorantes sino porque aún no se había inventado la escritura, y así fue por milenios hasta que…

Hasta que las civilizaciones mesopotámicas, las primeras documentadas como tales: la sumeria, la babilónica, la acádica y la asiria comenzaron a hacerlo, a escribir, en una forma que andando el tiempo denominaríamos cuneiforme. Y como es natural también contaban con médicos, quizás menos llamativos e influyentes que los shamanes pero no mucho más eficaces. Lo cierto es que, de estos matasanos mesopotámicos, aunque en general pensamos que algunos de ellos sabían ya leer y escribir, no han sobrevivido obras científicas y literarias importantes o no hemos sabido encontrarlas.

Sin embargo… No, no la he olvidado, es que esa columna tallada en diorita negra que tanto nos recuerda el monolito de la cinta 2001, una odisea del espacio, la piedra que contiene el conocido Código del rey babilonio Hammurabi (c1700 ANE) no está escrita por médicos sino por funcionarios reales en nombre del rey precisamente para poner a estos supuestos curadores en su lugar, para amenazar, con castigos sin nombre (la Ley del Talión), a los médicos, tan dados estos caballeros desde entonces a la avaricia, la negligencia y la mala práctica profesional.

Lo que sí nos ha quedado de los mesopotámicos, además del Código de Hammurabi, es el nombre del primer médico conocido en la historia, Ur Lugal Edin Na se nombraba, que se preocupó por grabar sus señas particulares en un complicado y seguramente muy costoso sello cuneiforme de estampar sobre cera. Este señor fue quizás también el primer (auto)agente promocional de la historia, pero la verdad es que no tenemos elementos sólidos para listarlo como escritor.

¿Y Egipto?

Es justamente en el Egipto antiguo, cuna de tantas cosas importantes, donde nos topamos con los primeros médicos a los que al mismo tiempo podemos describir como escritores. Veamos este verso tomado al azar del papiro denominado de Edwin Smith: «A través del pulso el corazón habla por los vasos a todos los miembros del cuerpo». ¿Hay o no poesía en ese aparentemente simple renglón? Creo que muchos poetas de 3500 años después no hubieran desdeñado un verso como ese.

Pues bien, los diez diferentes papiros egipcios relacionados de alguna manera con la medicina a los que podemos recurrir hoy para estudiarlos: El Papiro de Ebers (1550 ANE), el más extenso e importante; el denominado de Kahum o de Londres XII (1850 ANE); el Papiro Hears de California (1500 ANE); el del Rammesseum (1900 ANE); el ya citado de Edwin Smith o Libro de las Heridas (1500 ANE); el de Recetas de Londres (1300 ANE), el papiro más caótico y menos interesante por la poca información que contiene; el Papiro de Leyden (época no bien determinada); el papiro de Chester Beatty (1300 ANE); el de Berlín (1300 ANE) y el Papiro de Carlsberg (1200 ANE) que es una copia probada de otro mucho más antiguo y completo hoy desaparecido, están llenos de aforismos, sentencias, dictums, versos y párrafos enteros cargados de bella lírica, sobre todo religiosa, y una rica y aguda prosa, a ratos científica, a ratos mundana, a ratos necrofílica. Y Egipto nos dio también, entre otros muchos regalos culturales e históricos, el primer médico, arquitecto, leguleyo, policía, poeta y escriba, todo en uno, Imhotep (c2650 ANE), para los griegos Imuthes, elevado por los muchos servicios prestados al faraón Djoser y su ingente y vasta sabiduría a dios del panteón egipcio (hoy, casi seguro, le hubieran dado el Premio Nobel) y también a la primera mujer dedicada a tiempo completo a la medicina: Peseshet, que practicó lo que ahora denominaríamos epidemiología, quizás no una gran escritora pero si un buen personaje de novela.

Saltemos, ya es tiempo, al Asia.

Con ojos literarios poco podemos decir de los médicos chinos. El tratado médico más antiguo que se conserva es el Nei jing (c2700 ANE), en verdad más filosóficamente taoísta que científico, pero desconocemos, lamentablemente, a sus autores. Aunque el mítico Huang Di, conocido como El Emperador Amarillo, que no era médico, pero sí poderosísimo y divino, lo revisó concienzudamente más o menos un siglo después. Ese mandamás omnipotente sería entonces, según nos cuenta la mitología, el primer escritor médico asiático.

¿Y la India?

Pues los más conocidos textos médicos hindúes, el Súsruta-Samjita y el Cháraka-Samjita, son mucho más modernos (siglos II y III de Nuestra Era) y no se han preservado, o no se les dio importancia en la época, a los nombres de sus autores. Es curioso, porque la literatura hindú de calidad tiene una prosapia antiquísima (los cuatro Vedas se conocen por lo menos desde el 1600 ANE) pero lo cierto es que los médicos, que los había, y buenos (practicaban técnicas quirúrgicas que hoy nos parecen sorprendentes), no se caracterizaban por su dedicación a la literatura. Poco que hacer entonces, para nuestro muy particular repaso, con los hindúes.

Hablar de los hebreos es comentar la Biblia.

Los hebreos llamaban al médico rophe pero ese rophe se debía invariablemente en sus funciones no a sus conocimientos y habilidades sino a las decisiones del dios único y omnisapiente: Jehová/Yavhé. Hasta cierto punto fue un adelanto que la salud y la enfermedad, tanto del cuerpo como del alma, dependieran de un solo Dios y el pecado, cualquier pecado, fuera la causa primigenia impura (etiológica diríamos ahora) de la enfermedad pues así se evitaba la dispersión causal del politeísmo, donde cada Dios controlaba un órgano del cuerpo, un acto físico, un humor, una época del año o una miasma. El, pero es que la personalidad del médico se diluía, se perdía en las no siempre sensatas (desde el punto de vista humano, claro) decisiones divinas. El Viejo Testamento es rico en literatura, pero no en literatura escrita por médicos, aunque mucho después, ya en el Nuevo Testamento, San Lucas de Antioquía (siglo I de NE), médico él mismo y santo protector de los médicos para los católicos, los ortodoxos, los coptos y los luteranos, escribió, él solo, cuatro Evangelios (cuatro partes de un largo Evangelio en realidad), lo que lo convierte en uno de los médicos más prolíficos de la época como escritor de literatura, en este caso literatura religiosa pero con un cierto componente histórico y una prosa muy respetable.

Cambiemos el paisaje.

Resulta paradójico que un historiador español que nunca atravesó el Océano ni pisó el Nuevo Mundo, Francisco López de Gómara, haya sido, en su libro Historia de Indias, redactado (con la ayuda del Inca Garcilaso de la Vega) en la casa española de Hernán Cortés, el recopilador de la sabiduría médica de los habitantes de las nuevas tierras descubiertas en América. Pero así fue. Debemos mencionar también, ahora que hemos cruzado el mar y adelantado varios siglos, el Códice Sahagún o Códice Florentino (1540-1585) y el Códice Badiano (1552), sobre todo este último, conocido también como Códice Barberini, que se basa en los conocimientos médicos transmitidos, escritos y bellamente dibujados por el farmacéutico y médico indígena (nacido en Santiago Tlatelolco, México) Martín de la Cruz y más tarde vertidos al latín por el también nativo de Xochimilco y estudiante de medicina, Juan Badiano. Un médico novohispano que escribe (y dibuja) y otro médico que traduce una obra de gran interés, no solo histórico sino también científico y literario. Creo que aquí encontramos a nuestros primeros médicos escritores ─y también pintores ilustradores y divulgadores científicos─ genuinamente americanos.

Pero crucemos nuevamente el océano en sentido contrario y regresemos a un pasado más remoto.

Aunque el aeda Homero no era médico, la Iliada y la Odisea, sus dos obras cumbre, nos ofrecen un panorama amplio y variopinto de la medicina prehelénica, por cierto, una medicina sorprendentemente anatómica y cargada casi siempre de sentido común. El tendón de Aquiles es uno, entre varios, de los ejemplos de epónimos que hemos heredado de los cantos de Homero. Asclepios (Esculapio) e Hygea (de ella viene higiene), dioses participantes en la trama, serían otros. Y si el tema son los dioses del Olimpo pues no olvidemos que Apolo lo era al mismo tiempo de la medicina y la poesía. ¿Casualidad?

Recordemos de paso a Ctesias de Cnido (c490 ANE), que nos viene como anillo al dedo para este fugaz recorrido pues fue reconocido en su tiempo como médico y herborista pero hoy lo mencionamos como un nada desdeñable historiador, y por tanto, un buen escritor. Vale decir que Polícrates, Diógenes de Apolonia, Eurifón, Filolao de Tarento, Anaxágoras de Clazomene, Hippón, Anaximenes, Parménides de Elea, Alcmeón de Crotona, Pitágoras (maestro de Alcmeón), Heráclito de Efeso y Empédocles de Agrigento, filósofos y escritores todos ellos, aunque de segundo orden (comparados con los grandes, claro está), también practicaron la medicina, una medicina a la que se denominaba periodéutica, porque era viajera, trashumante, bastante parecida a la que practicarían los vendedores de remedios milagrosos —los buhoneros del Oeste norteamericano, tan estimados por los westerns— muchos siglos después.

Pitágoras (569-470 ANE), el matemático que inventó la teoría de los números, fue un médico un poco raro, digamos que demasiado coercitivo con sus pacientes e incluso con él mismo. Los obligaba a quedarse quietos y en silencio absoluto, a olvidarse del sexo (¡qué horror!), de la carne, del vino e incluso a hacer dietas de hambre. Decidió un día poner en práctica con él mismo su propia medicina y se murió de inanición. ¿Justicia poética? A Rufo de Efeso (c20 o 25 de NE) no lo incluimos entre los filósofos, porque no lo fue, pero dejó, entre otros escritos médicos, un interesante (históricamente hablando) tratado sobre las enfermedades y lesiones de los esclavos, qué, y eso es lo sorprendente, se parecían muchísimo a los humanos comunes y corrientes.

Pero el verdadero primer gran médico escritor, aunque su obra se atribuye repetidamente a más de una persona (existen discrepancias históricas con los años, incluso siglos, en que vivió y al hecho de que sus originales están escritos en jónico en lugar del dialecto dórico que se hablaba en su isla), es Hipócrates de Cos (c460 ANE). Si Hipócrates solamente nos hubiera dejado el Juramento Hipocrático ya sería un gran aporte a la literatura (y a la ética), pero sus más de cincuenta libros influyeron durante siglos, para bien y para mal, luego veremos por qué, en la cultura y en la práctica de la medicina de occidente. Hipócrates escribió: El médico filósofo es igual a Dios ¿Se estaría refiriendo a él mismo?

Resulta interesante hacer notar que Aristóteles, este sí uno de los grandes, tuvo una estrecha relación con la medicina a través de los conocimientos que adquirió de su padre, Nicómaco, que según la leyenda estaba en la línea descendente de Esculapio. Viene también al caso mencionar que Alejandro el Grande, guerrero y no escritor, al fundar la ciudad de Alejandría, estableció las bases de la futura gran biblioteca que llevaría su nombre. Esta enorme y funcional biblioteca, la de Alejandría, preservadora y divulgadora, en buena medida, de toda la cultura occidental, fue la depositaria de unos 700,000 rollos, papiros y volúmenes escritos y cosidos a mano. Una maravilla destruida por un arrogante e iracundo Julio Cesar en el 48 ANE. Que a veces, como resulta obvio para todo el que repasa la historia, lo mejor, y también lo peor, de la literatura viene de manos ajenas a ella.

Los romanos, que nutrieron su cultura y su ciencia de los etruscos, de los griegos, de los egipcios, de los fenicios, de los galos, de los dacios y de todo el acervo previo de conocimientos que pudieron recoger (o incluso copiar, plagiar, rapiñar y robar), tuvieron como médicos escritores a Aulo Cornelio Celso (se le denominó mucho después, en la Edad Media, Celso, el escritor elegante), a Dioscórides, a Fabiola de Roma (¡escribía versos esta doctora, créame!), a Areteo de Capadocia y, por supuesto, al gran Galeno de Pérgamo (c130-c200 de NE), que no era romano de nacimiento —era griego de la actual Turquía— pero sí de corazón y conveniencia. Leamos, para sazonar estos párrafos, una frase de Galeno: «Corto y hábil es el sendero de la especulación, pero no conduce a ninguna parte; largo y penoso es el camino del experimento, pero nos lleva a conocer la verdad». No es literatura de ficción, pero sí muy buena y atinada prosa. Aunque, y esto hay que decirlo, no siempre Galeno fue consecuente en su ciencia con la gran calidad de su escritura.

Los bizantinos, por otra parte, tuvieron muy sabios médicos, pero estos no se caracterizaron por sus habilidades literarias. La historia, el helenismo, la crónica, la hagiografía, el epigrama y la literatura religiosa fueron el fuerte de los escritores bizantinos pero los médicos no brillaron particularmente entre ellos. Mencionemos, para no pasar del todo, a uno que escribió algunas cosas interesantes en el terreno de la recopilación histórica: Pablo de Egina (625-690 de NE), cirujano él mismo y uno de los autores antiguos más seguidos y traducidos (incluso al inglés isabelino) hasta bien entrado el Renacimiento.

La cultura árabe, hoy tan cuestionada, brilló en la Edad Media, entre otros, por sus médicos escritores, sobre todo de poesía lírica y filosofía: el bagdadí Al-Razi o Rhazes (865-932 de NE); el persa Ali ibn Sina, (980-1037 de NE), mucho más conocido hoy en día como Avicena; el andalusí Avempace (1080-1138 de NE); el cordobés Muhammad ibn Rushd, latinizado Averroes (1126-1198 de NE) y el judío Maimónides (1138-1204 de NE), que, y eso en los tiempos que corren nos parece algo anacrónico, desarrolló toda su extensa obra viviendo y trabajando entre los árabes sin que jamás percibiera ni el más mínimo sentimiento de rechazo o enemistad. Todos fueron, además de grandes médicos, magníficos literatos. Otro judío que brilló más como poeta y filósofo que como médico, aunque lo era, fue el toledano Judah Halevi (1075-1141 de NE).

Boticario avezado y doctor de recetas y triacas, mucho antes que diplomático y autor, nada más y nada menos que de La Divina Comedia, fue el gran florentino Dante Alighieri (c1265-1321), el hombre que dio a luz el italiano moderno y nos regaló una nueva forma de gozar y escribir la literatura.

Roger Bacon (c1214-1294) no fue precisamente médico, pero la ciencia en general y la medicina moderna en particular le deben mucho por su precoz insistencia en la observación empírica y el método experimental. Umberto Eco lo menciona repetidamente en su novela El nombre de la rosa (1980). Bacon es también, de cierta manera, un punto de inflexión que nos acerca a los nuevos tiempos de la baja Edad Media y el Renacimiento, tiempos de los llamados humanistas, hombres completos en los que se mezclaban armoniosamente el dominio de las artes, las ciencias, la filosofía, la arquitectura, las matemáticas, la observación y descripción anatómicas y la buena escritura.

Los grandes anatomistas, los que no temieron a las interminables y truculentas noches pasadas a la luz de una vela, los repugnantes olores de cuerpos en descomposición ni a mancharse las manos —y buscarse serios problemas, de paso, con la Iglesia y los poderes reales— disecando cadáveres, los que echaron abajo el tinglado de errores heredado de Hipócrates y Galeno, describiéndonos como somos en realidad anatómicamente, por dentro y por fuera, los seres humanos y escribiendo y dibujando libros inmortales, libros que no solo abrieron los ojos de los médicos sino particularmente de los artistas, merecen, es una promesa, un estudio aparte. Nos limitaremos por ahora a mencionar algunos de ellos: el precursor italiano Mondino de Luzzi (1270-1326); el también italiano Leonardo DaVinci (1452-1519), quizás el epítome del humanismo renacentista; el belga Andrea Vesalio (1514-1564), el más acucioso y detallista de todos; el español Miguel Servet (c1511-1553) descubridor de la circulación de la sangre a través de los pulmones y un poco más tarde quemado en la hoguera ginebrina de Calvino (que no todas las culpas, para ser justos, debe cargarlas la Inquisición); el paduano Mateo Realdo Colombo (1516-1559); el italiano Gabriel Falopio (1523-1562), el de las famosas trompas femeninas; el inglés William Harvey (1578-1657), que resumió y estableció definitivamente las funciones circulatorias del corazón y los vasos sanguíneos, despojando por tanto al miocardio de su status absoluto de hogar de los buenos sentimientos y el amor apasionado, y el gran cirujano francés Ambroise Paré (1510-1592), el menos cultivado pero al mismo tiempo el más práctico y efectivo.

Hoy, donde las tomografías y resonancias magnéticas computarizadas, los cateterismos intravasculares y los microscopios de fase nos muestran imágenes de nuestro cuerpo que casi no podemos creer a fuer de perfectas y realistas, la revolución que estos hombres desencadenaron puede parecernos nimia, pero no, no nos equivoquemos, fueron titanes en una época de gigantes.

Médicos y escritores más o menos contemporáneos de los anteriormente mencionados fueron también el francés Francois Rabelais (1483-1553), Biernat de Lublin (1465-1529), el gran astrónomo Nicolás Copérnico (1473-1543), el farmacólogo y alquimista suizo (tipo atrabiliario y un poco loco pero agudísimo observador y feroz debatiente) Paracelso (1493-1541), Girolamo Fracastoro (1478-1553), el poeta inglés Thomas Campion (1567-1620), el escocés Arthur Johnston (1587-1641) y el fino poeta y amigo personal de Cervantes Luis Barahona de Soto (1548-1595). Por cierto, Miguel de Cervantes y Saavedra (1547-1616) estuvo muy cerca (si es que no lo hizo alguna vez) de practicar la cirugía pues su padre, cuando no estaba preso por deudas, vivía de ese oficio, pero el gran escritor prefirió, por suerte para nosotros, la vida errabunda, el ajetreo militar y la (soberbia) literatura.

Con Cervantes y con Shakespeare, por supuesto, la literatura y el buen escribir, que ya venían creciendo (¡y de qué manera!) con Guido Cavalcanti, Dante Alighieri, el Arcipreste de Hita, Gonzalo de Berceo, Francesco Petrarca, Giovanni Boccaccio, Jorge Manrique, Francois Villon, Ludovico Ariosto, Pietro Aretino, Ausias March, Luis de Góngora, Michel de Montaigne, Fray Luis de León, Lope de Vega y Nicolás Maquiavelo, entre otros, se hace esplendorosa y rompe definitivamente las estrechas barreras nacionales, una especie de precoz globalización cultural y literaria, pero al mismo tiempo el listón se eleva tanto que se corre el riesgo de que palidezca lo que viene después.

Aunque debemos observar que a partir de Johannes Gutenberg (c1400-1468) y sus prontos y cada vez más multitudinarios seguidores, también vino la hasta entonces impensable (los libros eran extraordinariamente caros) abundancia literaria. Las imprentas, como se sabe, pusieron el libro al alcance de muchos y muy variados lectores y estos, al pedir más y mejor que leer, ayudaron a incrementar el número de escritores sin que necesariamente importara en toda ocasión la calidad de la escritura. Un fenómeno que hoy nos parece nuevo, inédito, cuando hablamos de internet, una revolución tecnológica que puede simplemente estar repitiendo, con las características y velocidad actuales, la desencadenada por Gutenberg en el siglo XV. Pero eso, por supuesto, está por verse.

¿Y los médicos? Pues los médicos seguirán estudiando y practicando su profesión y algunos de ellos, no demasiados, mantendrán, contra viento y marea, su terca insistencia en escribir libros de buena hechura artística y ficción de calidad, o inspirada poesía, o aguda ensayística, o interesantes crónicas, en fin, literatura.

Veamos.

En el siglo XVII el médico escritor más descollante fue el inglés John Locke (1632-1704). Locke fue muy bueno como médico y trabajó e investigó junto a clínicos y diagnosticadores de primera línea como Thomas Willis, Robert Hooke y Thomas Sydenham (aunque no escribió literatura de ficción, Sydenham, un visionario, recomendaba a sus alumnos la lectura del Quijote para aprender medicina). De terminar su biografía aquí es muy probable que Locke apareciera en los libros de historia de la medicina como un personaje secundario, pero no, su destino era figurar, como personaje principal, en los libros de historia a secas. Sus Cartas sobre la tolerancia, los Tratados sobre el gobierno civil, el Ensayo sobre el entendimiento humano y los Escritos monetarios son obras fundamentales de la teoría política occidental y del liberalismo clásico, al extremo de considerársele uno de los inspiradores de la Revolución de las Trece Colonias Americanas y de la Revolución Francesa. Uno de esos hombres a los que se le menciona, para estar de acuerdo o discrepar, pero se le menciona siempre. El británico y contemporáneo de Locke Sir Thomas Browne (1605-1682) también fue un médico con intereses literarios extensos, pero no comparables a los de su par. El noble Louis de Jaucourt (1704-1779), un médico y caballero francés relativamente poco conocido fue el escritor más prolífico —se calcula que alrededor de un 25% de los artículos, unos 17,000, pertenecen a su pluma— de la Enciclopedia de Diderot y d’Alembert, que se llevaron casi todo el reconocimiento histórico y la gloria.

Pocos saben que Friedrich Schiller (1759-1805), el gran poeta y dramaturgo alemán, fue cirujano militar, pero la verdad es que el bardo detestaba la práctica de esta profesión y en cuanto pudo la abandonó para siempre. El londinense John Keats (1795-1821), uno de los grandes poetas del Romanticismo, estudió medicina y farmacia, pero no le alcanzó el tiempo para ejercerlas. Muerto a los veinticinco años de tuberculosis (un romántico de clavo pasado) ordenó el siguiente epitafio para su tumba: «Aquí yace alguien cuyo nombre fue escrito en el agua». ¿Y cuántos conocen que Edward Jenner (1749-1823), el médico inglés introductor de la vacuna de la viruela escribió muy buena poesía? ¿O que el creador del famoso diccionario The Thesaurus of English Words and Phrases (en uso todavía, aunque actualizado), Peter Mark Roget (1779-1869) fue un clínico de fuste? Y no solo ellos, el precoz dramaturgo alemán Georg Buchner (1813-1837) estudiaba medicina cuando murió de tifus y el muy reconocido poeta inglés Robert Seymour Bridges (1844-1930) era un excelente pediatra.

Pero la palma del escándalo se la lleva el médico, científico (esto no está muy claro aunque casi todo el mundo lo repite), escritor, panfletista, libelista, revolucionario, sanguinario fiscal, juez implacable y extremista político suizo-francés Jean Paul Marat (1743-1793), asesinado en el baño (¿quién no ha visto el famoso cuadro de Jacques-Louis David?) por la también revolucionaria, pero de la bandería girondina, Carlota Corday durante los turbulentos inicios de la Revolución Francesa. ¿Se adelantaron ella, su venganza y su puñal a la guillotina? Muy probablemente, si tenemos en cuenta el descabezado final de casi todos los camaradas jacobinos de Marat.

En los siglos XIX y XX la publicación de libros, revistas y periódicos y las facilidades universitarias para estudiar medicina crecen exponencialmente en casi todos los países occidentales, incrementándose así, década por década, el número de médicos graduados, con vocación o sin ella, y de paso el número de médicos escritores con o sin talento. Se haría muy aburrido y carecería de sentido citar listas y listas de médicos dedicados en algún momento a la literatura (o viceversa), por tanto nos limitaremos a mencionar de aquí en adelante a algunos de cierta relevancia y nos detendremos muy brevemente en los que creemos merezcan algún comentario o anécdota particular.

Por ejemplo: Como no mencionar a Oliver Wendell Holmes (1809-1894), nacido en Cambridge, Massachusetts, norteamericano hasta la médula, poeta laureado, novelista, ensayista, editor de revistas The Atlantic Monthly, un clásico norteamericano entre ellas), reformador de la enseñanza médica, profesor emérito de medicina (Harvard), introductor de nuevas técnicas de diagnóstico y tratamiento de enfermedades y biógrafo de Emerson, entre otros. O al oftalmólogo (y muchas otras cosas, entre ellas médico militar en la guerra de los Boers y político) Sir Arthur Conan Doyle (1859-1930), el creador de Sherlock Holmes y de su alter ego el Doctor Watson. O al doctor (a regañadientes) y famosísimo y extraordinariamente bien pagado escritor británico William Somerset Maugham (1874-1965), el autor de Al filo de la navaja, Servidumbre humana, La luna y seis peniques y sesenta o setenta novelas, libros de relatos, crónicas de viaje, obras de teatro y guiones cinematográficos más. Hablando de grandes escritores, no olvidemos al español y médico de espuela (así le decían a los médicos rurales que visitaban a sus pacientes montados en una mula) Pío Baroja y Nessi (1872-1956) o al neurólogo, dramaturgo y prolífico escritor judío-austriaco Arthur Schnitzler (1862-1931), uno de los creadores de la técnica del monólogo interior y uno de esos escritores cuyos argumentos se siguen empleando hoy en día incluso para hacer cine —la cinta Eyes wide shut de Stanley Kubrick o La ronda de Max Ophuls, por poner dos ejemplos— y hacen levantar las cejas de más de uno por su audacia erótica.

Una mención especial merecen, así lo creo, dos médicos e investigadores españoles ganadores ambos del Premio Nobel de Fisiología y Medicina. El primero, mucho menos importante para la literatura, fue el profesor Severo Ochoa de Albornoz (1905-1993), nacionalizado norteamericano posteriormente. Escribió algo de divulgación científica y de historia, pero sobre todo se relacionó bastante estrechamente con el mundo del cine, la música y la farándula. Su aserto: El amor es la fundición de la física y la química fue utilizado años después por el cantautor Joaquín Sabina para dar título a uno de sus discos. El otro, mucho más relevante desde el punto de vista literario, fue el aragonés Santiago Ramón y Cajal (1852-1934), el hombre que nos demostró que las neuronas existían independientes —aunque interconectadas— no como una masa más o menos amorfa (lo que conocemos hoy como doctrina de la neurona). Sus libros Charlas de café, Psicología de Don Quijote y el quijotismo, Recuerdos de mi vida y El mundo visto a los ochenta años son aportes incuestionables a la literatura española. Cajal estuvo a punto de morir de caquexia palúdica en la guerra de independencia de Cuba, pero gracias a los sueldos atrasados (que le costó dios y ayuda cobrar) de cirujano militar del ejército expedicionario español pudo comprar su primer microscopio. Vericuetos inescrutables de la Historia.

Ser médico y admirar y desear la muerte parece algo contradictorio, pero ese era el caso del poeta y dramaturgo inglés Thomas Lovell Beddoes (1803-1849), que como era de esperar, terminó suicidándose. El galeno y poeta danés Carl Ludwig Aarestrup (1800-1856), por el contrario, era tenido por demasiado carnal, excesivamente erótico, peor, psicalíptico, una palabra muy dura en aquella época. Y ya que hablamos de la muerte y el sexo (Tanatos y Eros para parecer freudianos) que mejor que referirnos a cuatro grandes de la psiquiatría y de la literatura: Sigmund Freud (1859-1939), el neurólogo y psicoanalista vienés que con sus trabajos de investigación, sus libros y sus interpretaciones heterodoxas produjo, él solo, una revolución comparable a la de Einstein y la relatividad; el suizo Karl Gustav Jung (1875-1961), inicialmente discípulo de Freud y más tarde abierto disidente de sus teorías (Jung diría que se consideraba un discrepante de la rigidez psíquica del maestro); Viktor Frankl (1905-1997), el neurólogo y psiquiatra judío austriaco que escribió El hombre en busca de sentido después de sobrevivir a Theresienstadt, Auschwitz y Dachau (en esos campos de la muerte perdió a toda su familia) y el psiquiatra y neurólogo sueco Axel Munthe (1857-1949), autor de un libro (escribió otros pero ninguno como este) que leí cuando era muy joven y que tuvo mucho que ver con mi vocación médica y literaria: La historia de San Michele. Psiquiatra también, aunque por poco tiempo, fue el martiniqués Frantz Fanon (1925-1961) cuyo libro póstumo (Fanon murió de leucemia a los 36 años de edad) Los condenados de la tierra sirvió de biblia teórica a diversos movimientos revolucionarios, guerrilleros y terroristas africanos, árabes y latinoamericanos de los turbulentos años 60 y 70.

El cirujano mexicano Mariano Azuela (1873-1952) también fue revolucionario de los de verdad, de los de disparos de artillería, fusilamientos y cargas de caballería, pero además nos legó en Los de abajo una de las novelas cumbre de la Revolución Mexicana. Y si de balazos se trata pues recordemos al médico, escritor, políglota y revolucionario filipino José Rizal (1861-1896), fusilado en Manila por los españoles a los cuarentaicinco años de edad, y al también médico argentino Ernesto Guevara de la Serna (1928-1967), conocido mundialmente como el Che. Un hombre equivocado en sus intenciones, pero valiente y que no dejaba de escribir sus notas y sus honestos y conflictivos diarios —lo hizo hasta su violenta muerte en tierras bolivianas— aun en las situaciones más adversas y peligrosas. La frase inicial de su Diario del Congo: «Esta es la historia de un fracaso», en mi opinión, lo define.

Quizás debí incluir entre los psiquiatras que escriben de otros temas al muy prolífico —sobre todo como conferencista— y muy problemático psicoanalista galo Jacques-Marie Lacan (1901-1981). Durante unos años practicó la psiquiatría clínica (atendió por un breve tiempo al pintor Pablo Picasso) pero luego derivó hacia una especie de psicoanálisis filosófico —sazonado con una mescolanza de jergas científicas y lingüísticas— sumamente controversial. Lacan es una de esas personalidades que despiertan pasiones de todo tipo. Como diría el cómico (¿sabio filósofo?) mexicano Cantinflas: Se está con él, contra él o todo lo contrario.

Como cualquier hijo de vecino, he leído muchos libros que han influido de manera muy especial en mi vida, en mi formación médica y de alguna manera en mi literatura, o, que simplemente recuerdo con cariño o algo de nostalgia. La gran mayoría de ellos no han sido escritos por médicos, pero les contaré aquí de algunos que si lo fueron:

Descubrí Los cuentos (diferentes selecciones) del ruso Antón Chéjov (1860-1904) hace décadas y cuando quiero darme un breve baño de buena escritura y de agudeza literaria leo alguno de ellos, y no pienso, por supuesto, dejar de hacerlo. Hubo una vez en que hice mía esta frase de Chejov: «La medicina es mi esposa legal; la literatura, solo mi amante» pero ya no estoy tan seguro de que funcione así en mi caso, lo más probable es que me quede permanentemente con la amante. Las llaves del reino y Las estrellas miran hacia abajo son dos novelas del médico escocés Archibald J. Cronin (1896-1981) que recuerdo con mucha nostalgia, aunque es posible que ya estén un poco pasadas de moda. El doctor italoamericano Arturo Vivante (1923-2008) es bastante menos conocido, pero he disfrutado con placer muchos de sus artículos literarios y crónicas publicados en diversas revistas de muy amplia circulación, sobre todo en The New Yorker. Los galenos norteamericanos Michael Crichton (1942-2008) y Robin Cook (1940) no son escritores de prosapia; escriben esos adefesios planos denominados por la prensa best-sellers, que como todos sabemos (y envidiamos a más no poder) venden millones de volúmenes y hacen sonar la caja contadora una y otra vez. Pero qué le voy a hacer… los leo, y aunque no se lo confiese a todo el mundo, los he disfrutado (vergonzantemente) más de una vez.

Pero si el problema es subir el nivel literario, ¿qué me dicen entonces de Viaje al fin de la noche?, esa oscura, desconcertante y formidable novela del médico francés maldito (por antisemita, por colaboracionista, por huraño, por libelista, por su mala leche y por mil cosas más, todas detestables) Louis Ferdinand Céline (1894-1961) que se apellidaba en realidad Destouches. Escritor maldito este Celine, es cierto, pero tremendo escritor, aunque nos duela un poco el reconocerlo. Un autor de una cuerda muy diferente a la de Céline fue el profesor emérito universitario y endocrinólogo español Gregorio Marañón (1887-1960), diferente, sí, pero de una enorme importancia para los de habla hispana (por lo menos) que nos dedicamos a la medicina, la historia y la literatura. El Conde Duque de Olivares. La pasión de mandar y Cajal. Su tiempo y el nuestro son dos libros de Marañón que han significado mucho en mi formación como médico y escritor. Precisamente de uno de sus exquisitamente bien escritos ensayos históricos es la sentencia que abre este modesto trabajo. Miembro de la Real Academia Española de la Lengua durante muchos años fue el médico Pedro Laín Entralgo (1908-2001). Su pasado franquista no ha impedido que disfrute (y aprenda de) algunos de sus libros de historia. Franquistas militantes fueron también Antonio Vallejo-Nájera (1889-1960) y Juan Antonio Vallejo-Nájera (1926-1990), padre e hijo, ambos psiquiatras y muy buenos escritores. El libro del primero Locos egregios, aunque no estoy de acuerdo con todas sus opiniones, me resultó sumamente interesante.

Y hay más, claro que sí.

Ante todo no hagas daño, es el título del muy reciente libro (2014) del neurocirujano británico Henry Marsh (1950), uno de los médicos escritores más directos y honestos que he leído, solo comparable, a mi entender, a ese ícono de la medicina y excelente escritor que fue el canadiense Sir William Osler (1849-1919), o al más ligero, pero muy interesante en sus memorias (aunque nos oculta o disimula algunas cosillas, vale), el cirujano torácico sudafricano Christiaan Barnard (1922-2001), sí, ese mismo, el hombre del primer transplante de corazón de humano a humano. Y como me gustan mucho las novelas policiacas les cuento de la doctora británica Doris Bell Ball (1897-1987), que con cierto pudor por tener una profesión respetable y una clientela seria, utilizó el nombre de pluma Josephine Bell en sus casi cuarenta novelas negras y de detectives, o, sin ningún tipo de complejos, la newyorkina y profesora de farmacología Danielle Ofri (1965) de la que he leído su ensayo Merced. No, no los he engañado; dije que mencionaría libros y autores que recordaba con cariño aunque no fueran cumbres de la literatura, y si es así pues cabe entonces hablar de los westerns del dentista y pelotero Zane Grey (1872-1939), que leí a montones en mi adolescencia y cuyos títulos y argumentos casi se han borrado de mi memoria, pero no así las carátulas amarillas llenas de dibujos de peñascos de piedras cortadas a pico, caballos, vaqueros e indios pieles rojas de las ediciones juveniles que estaban a mi alcance, o, de las novelizaciones (un género literario bastante discutido y para algunos muy poco serio) del emergenciólogo y compositor musical de Chicago James Kahn (1947): Poltergeist, Indiana Jones and the Temple of Doom, Return of the Jedi (Star Wars) y algunas otras. Pero lo que más me gustó de Kahn fueron los capítulos que escribió para E/R Emergency Room, una serie de televisión (NBC, 1994-2009), para mí, inolvidable.

Hago un aparte para referirme a un autor que considero muy especial y por el que no oculto mi preferencia, sobre todo porque ha sabido enseñarnos ciencia sin dejar de lado ni un instante la gracia del saber transmitir atrapándolo a uno en su luminosa y aparentemente fácil manera de escribir. Acabo de leer su autobiografía: On the move (2015) y sus cartas de despedida a los amigos y a sus muchísimos lectores. Me refiero, claro está, al neurólogo Oliver Wolf Sacks (1933-2015), brillante científico y aún más brillante escritor. Lo leo y releo desde hace muchos años y ni una sola vez he dejado de aprender algo útil, sea médico o literario, y de disfrutar de su excelente escritura. Un dato curioso para los amantes de la trivia; el asteroide # 84928 (descubierto en 2003) se llama Oliversacks. Y hago otro aparte para contarles una experiencia juvenil que se convirtió en adicción: En los años setenta y ochenta visitaba en mi ciudad, La Habana, el hogar de un historiador, César Rodríguez Expósito, que recibía regularmente, no sé cómo lo lograba, la revista MD Magazine, editada por el médico y viajero español republicano, luego nacionalizado norteamericano, Félix Martí Ibañez (1912-1972). Leía los números completos (eran regularmente gruesos), artículo por artículo; ciencias, viajes, historia, intrahistoria de la medicina, anécdotas, literatura, artes, cine, teatro, música, en fin, una maravillosa travesía cultural y una fiesta literaria. Pues bien, al morir el historiador recibí como herencia (un gesto que no olvidaré de Violeta, la viuda, ya fallecida ella también), la colección completa de la revista. Quedó en Cuba al irme yo y como tantas otras cosas se ha perdido, perdidas físicamente las revistas, las resmas de papel impreso que casi sabía de memoria, pero no, para nada las horas y horas de placer y alegría que disfruté con ellas y el deseo de formar parte de una publicación de ese corte, lo que he logrado, al fin, en Puerto Rico con la revista Galenus.

Mencionando revistas no puedo dejar de referirme al patólogo pediátrico mexicano Francisco González Crussi (1936), autor prolífico y bilingüe. Busco y leo sus interesantes y divertidos ensayos y artículos en la revista Letras Libres y en donde quiera que aparezcan, y aparecen, no digo yo si aparecen, en muchísimos lugares.

Hablemos entonces, ya era tiempo, de El maestro y Margarita, la novela del cirujano ucraniano (soviético entonces) Mijaíl Bulgákov (1891-1940), un libro del que estuve oyendo hablar en mi país de nacimiento, siempre en voz baja, pero con entusiasmo desde mi juventud y que no vine a leer hasta hace muy poco, ¡y qué bueno que lo hice, espléndida y sorprendente obra! La breve vida de Bulgákov fue bastante movida, gracias en parte a sus mujeres, que en amores parece haber sido dichoso, pero al mismo tiempo muy amarga gracias a los esbirros y delatores (entre los que había escritores y cineastas de renombre, por supuesto) de la NKVD soviética. Cosa curiosa, Stalin en persona lo llamó una vez por teléfono para preguntarle las razones por las qué quería irse al extranjero y abandonar para siempre la Unión Soviética. Bulgákov, según contaba él mismo, al reconocer la voz del dictador se quedó sin habla… y no se fue, ¡pobre hombre! Contemporáneo de Bulgákov fue el médico alemán Alfred Doblin (1878-1957), autor de la conocida novela, muy elogiada en su tiempo, Berlin Alexanderplatz.

El médico general y pediatra norteamericano, con un lejano ascendente puertorriqueño, William Carlos Williams (1883-1963) no es uno de mis escritores favoritos (en realidad, lo reconozco, no lo he leído como es debido) pero no puede faltar en esta recopilación. Autor central del denominado modernismo poético norteamericano (Wallace Stevens, Robert Frost, etc.) y ganador de un Premio Pulitzer póstumo, la vida de Williams osciló siempre entre su ejemplar dedicación a la medicina (trabajó, por más de cuarenta años, en el Hospital General de Passaic, New Jersey, y lo hizo hasta el último día de su vida) y su amor a la buena poesía y la pintura. Y si mencionamos la poesía modernista debemos hablar del fisiólogo, diplomático, editor y poeta mexicano Enrique González Martínez (1871-1952). De él son estos versos: «Tuércele el cuello al cisne de engañoso plumaje / que da su nota blanca al jardín de la fuente; / el pasea su gracia no más, pero no siente / el alma de las cosas ni la voz del paisaje». Y nos viene a la mente entonces el médico militar, novelista y sorprendente políglota (se dice que hablaba y escribía más de diez lenguas que aprendió, casi, como un chasquear de dedos) brasileño Joao Guimaraes Rosa (1908-1967), autor de la reconocida novela Gran Sertón: Veredas, donde entre otras cosas muy interesantes anuncia —y así ocurrió— su propia y extraña muerte. ¡Cirujano militar, ah! Entonces debemos referirnos al autor del famosísimo poema In Flanders Fields, el teniente coronel médico británico John McCrae (1872-1918) donde se describe la inútil, salvaje y extraordinariamente sangrienta batalla de Ypres, ya en los estertores de la Primera Guerra Mundial. McCrae sobrevivió casi de milagro a semejante carnicería para morir de neumonía unos pocos meses después, una condición pulmonar que probablemente tuvo que ver con la aspiración de gases tóxicos, empleados criminal e irresponsablemente por los dos bandos en conflicto.

Como médico y escritor nacido en Cuba creo de buen gusto referirme a los médicos cubanos que han hecho literatura. En realidad son muy pocos, poquísimos, digamos que el paisaje es algo desolador, pero mencionemos, no obstante, a algunos de ellos: Nicolás José Gutiérrez (1800-1890), un gran cirujano que dedicó tiempo a la literatura médica, a la enseñanza y a una precoz forma de divulgación científica e histórica utilizando los periódicos y revistas de la época, Tomás Romay y Chacón (1764-1849), otro divulgador y sostenedor del Papel Periódico de La Habana, donde escribió sobre la vacuna antivariólica, aspectos de la economía y otros temas. Personaje disonante fue el general independentista Eusebio Hernández (1853-1933), un excelente obstetra y ginecólogo formador de especialistas y al mismo tiempo un tipo incómodo en la política, tanto durante las guerras de independencia como ya en la república. Cansado del batallar diario, el General se dedicó en la vejez a escribir historia, y… y casi nada más. Joaquín Albarrán (1860-1912) y Carlos Finlay (1833-1915) son dos íconos de la medicina cubana e internacional. Salvo algunos trabajos sobre temas históricos en realidad solo escribieron, abundante y definitivamente, sobre las materias científicas en las que se especializaron, pero los menciono porque ambos trascendieron con sus aportes mucho más allá de las ciencias médicas. Y como humano que soy no voy a dejar de mencionar a mi padre Félix Fojo Echevarría (1917-2009), ortopeda de la vieja escuela, poeta regularmente prolífico, pero de gaveta, de esos que nunca se han visto ni desearon ser publicados y a mi amigo y a veces parte consejero, el profesor Guillermo Franco Salazar (1925), excelente profesional y uno de los pocos cronistas realistas y objetivos, es mi parecer, de la medicina cubana. Y ya que hablamos de amigos entrañables pues recordemos entonces a uno de esos grandes Señores (con mayúscula) con los que uno se encuentra inesperadamente —eso ocurrió hace veinticinco años en Miami— y que ya no se olvidan jamás. Me refiero al doctor Ferdie Pacheco (1927), nacido en Ybor City, Tampa, médico personal del campeón mundial de boxeo Muhammad Ali (¡qué historias!), aventurero, empresario, guerrero, pintor de los buenos, escritor de novelas y cuentos y quizás el contador de relatos orales bilingües más carismático que he conocido en mi vida. Como le dije una vez a él mismo mientras cenábamos y nos atragantábamos al mismo tiempo que reíamos como locos de sus historias (de todo tipo de historias, incluso las más faranduleras, truculentas, estrafalarias, o verdes o lo que usted pueda imaginar, vale): Ferdie, usted hubiera sido el shaman de la tribu ¿o no? Y se partía de la risa asintiendo y haciéndonos un pase mágico a los presentes. Si Shakespeare lo hubiera conocido lo hubiera metido en una de sus historias, y que conste, lo digo en serio, muy en serio.

Pero volvamos a lo nuestro.

Me sorprendo, revisando fichas, de la gran cantidad de médicos que pudieran aparecer en este artículo, un ensayo que se va haciendo ya demasiado extenso: El radiólogo, novelista y músico afroamericano Rudolph Fisher (1897-1934), muerto en plenitud de facultades de una apendicitis perforada; el médico y poeta de la Isla del Encanto Manuel Alonso Pacheco (1822-1889), autor del Aguinaldo Puertorriqueño; el surrealista y médico de familia japonés Kobo Abe (1924-1993), al que se ha comparado, quizás exageradamente, con Kafka, sobre todo por sus inquietantes novelas The face of another y The ruined map. El médico militar y novelista inglés Francis Brett Young (1884-1954), que al quedar inválido en la Primera Guerra Mundial dedicó su vida a la poesía y la novela. La viuda de Isaac Asimov, la doctora Janet Opal (1926), que no aparece aquí por su marido sino por méritos propios como escritora de ciencia ficción que es; el psiquiatra portugués, muy de moda actualmente (y muy cotizado e incluso propuesto desde hace tiempo para el Nobel) Antonio Lobo Antunes (1942). Sus novelas no están entre mis favoritas, pero algunas de sus frases sí: «El libro está terminado cuando no te quiere más», o «No es coraje, es elegancia. Quizás la elegancia es la forma suprema del coraje o el coraje es la forma suprema de la elegancia»; el obstetra, diabetólogo (importante investigador en este campo, por cierto), geólogo y relevante historiador maltés Charles Savona-Ventura (1955); la profesora de medicina clínica en la Universidad de Columbia Rita Charon (1949) que ha demostrado con sus trabajos que la literatura puede convertirse en parte de un tratamiento y proceso de rehabilitación médica integral; el cirujano general Richard Hooker (1924-1997), autor de MASH, la novela, basada en sus experiencias durante la guerra de Corea, que dio pie a la serie de TV y al film del mismo nombre; la doctora Tess Gerritsen (1953), norteamericana de ascendencia china que después de su tercer o cuarto best-seller decidió retirarse de la medicina para dedicarse a tiempo completo a la literatura; el médico y cuentista egipcio Yusuf Idris (1927-1991); el psiquiatra y novelista español Luis Martín Santos (1924-1964), autor de la novela Tiempo de silencio y el joven cirujano y novelista estrella saudita Monther Alkabbani (1970), autor de la novela superventas Knights and Priests.

Otro escritor e investigador médico nacido en 1970 es Siddhartha Mukherjee, un oncólogo bengalí nacionalizado norteamericano que ganó el Premio Pulitzer en el año 2011 por su excelente libro El emperador de todas las enfermedades. Una biografía del cáncer, obra que he leído con detenimiento y placer y de la que he aprendido bastante más que en los libros de oncología. Detrás de la exitosa serie de televisión House, MD, transmitida por la cadena FOX entre los años 2004 y 2012 se encontraban los artículos de diagnóstico médico semidetectivescos publicados en el periódico The New York Times por la doctora norteamericana y profesora de la Universidad de Yale Lisa Sanders (1956). Y no dejemos fuera al dentista, escritor de ficción y autor teatral húngaro Laszlo Németh (1873-1946). Ni tampoco al superventas (era dueño de un estilo muy original de escribir ciencia ficción) polaco Stanislaw Lem (1921-2006) o el afgano-norteamericano Khaled Hosseini (1965), internista del Hospital Cedars-Sinai de Los Angeles y autor de las exitosísimas novelas Cometas en el cielo, Mil soles espléndidos y Y las montañas hablaron, libros que le han permitido establecer una fundación para ayudar a los refugiados de la guerra de Afganistán.

¿Y hay más? Por supuesto, muchos más, pero a usted, querido lector, le dejo el trabajo de seguir buscando. Ahora bien…

¿Por qué escriben literatura algunos médicos?

No lo sé.

He revisado para este artículo unos veinticinco o treinta ensayos, algunos cortitos y otros bastante extensos, que tratan sobre las razones que llevan a algunos médicos a escribir literatura. En ellos he leído de todo, desde el supuesto humanismo inherente a la medicina que facilita la escritura de ficción hasta el enorme volumen de vivencias que acumula un médico y que lo incitan a convertirlas en poesía o prosa. Desde la necesidad de evasión que tiene un médico sometido a infinidad de presiones y problemas hasta la similitud entre las vidas y dolores de los enfermos con los argumentos de las tragedias (o comedias) ficcionadas. Desde la bondad que proyectan la medicina y la literatura ¿? hasta la superior preparación cultural del médico ¿? que le facilita la escritura.

En fin, opiniones, explicaciones y teorías que, además de ser sencillamente ridículas algunas de ellas, a mi modo de ver no explican nada.

Lope de Vega, un gigante de las letras, que entre muchísimas otras cosas, fue hasta cura, pero no tuvo relación alguna con la medicina; Sor Juana Inés de la Cruz, poeta con mayúsculas, fue secretaria y monja porque no le quedó más remedio, y solo eso; Fiódor Dostoyevski era ingeniero militar y de paso uno de los expositores más profundos del alma del ser humano; Honoré de Balzac, el hombre de La comedia humana, era notario y a ratos negociante; Herman Melville fue maestro, granjero, marinero y ballenero, ah, y un inmenso escritor; Gustave Flaubert —Madame Bovary además de una obra maestra es casi un tratado de medicina práctica— fue un eterno estudiante de derecho que vivía de las rentas que le dejó su padre; Charles Dickens, soberbio escritor, fue de todo menos médico; Thomas Mann, (La montaña mágica y la medicina se deben mucho mutuamente) Premio Nobel de Literatura, vivía de rentas y si se exceptúa la escritura, nunca trabajó; El Premio Nobel de Literatura William Faulkner fue cartero, piloto de guerra, pintor de techos, periodista, guionista de cine y varias cosas más (incluso alcohólico consuetudinario) pero ninguna relacionada con la medicina; el colombiano Gabriel García Márquez era periodista igual que Albert Camus, ambos también Premios Nobel de Literatura; Jorge Luis Borges era bibliotecario antes de quedarse completamente ciego; el suizo-cubano Alejo Carpentier fue periodista, crítico musical y publicitario, pero de ninguna manera médico; Vladimir Nabokov fue crítico literario y un gran entomólogo, además de un tremendo escritor en dos idiomas; Octavio Paz y Pablo Neruda, otros dos Premios Nobel de Literatura fueron maestros, periodistas, militantes políticos y diplomáticos, nada más, y la norteamericana Toni Morrison, otra Premio Nobel de Literatura, fue editora de libros casi toda su vida y solo visitaba al médico cuando estaba enferma.

Qué he querido decir con este más que incompleto recuento.

Que con el don de la escritura se nace. Después, claro está, se perfecciona, pero si no se lleva adentro (desconozco si en el ADN) no vale que uno sea médico, carpintero, astronauta o torero. Es razonable pensar que las experiencias de vida que nos deja una profesión o práctica laboral cualesquiera influyen en los temas a tratar y quizás en ciertas formas de ver las cosas. La guerra, por ejemplo, deja huellas muchas veces imborrables y la medicina también puede dejarlas, pero de ahí a pensar que se es escritor porque primero se es militar o médico hay un abismo insalvable.

Así lo creo y por tanto no puedo decirles la razón de que haya médicos que escriben, algunos de ellos formidablemente bien.

¿Por qué escriben literatura algunos médicos? Simplemente, no lo sé.


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