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El odio


«El odio no es más que carencia de imaginación».

Graham Greene

El filósofo rumano de habla francesa Emil Cioran escribió una vez:

«No estás muerto cuando dejas de amar, sino de odiar».

Terribles palabras, pero si se piensan con cierto detenimiento, no dejan de tener algo, o mucho, de verdad.

Según el diccionario de la Real Academia Española el odio es la antipatía y aversión hacia algo o hacia alguien cuyo mal se desea. Wikipedia se extiende un poco más:

El odio es un sentimiento de profunda antipatía, disgusto, aversión, enemistad o repulsión hacia una persona, cosa o fenómeno, así como el deseo de evitar, limitar o destruir a su objetivo.

Esta última definición, a mi forma de ver, mejora en lo del sentimiento y en lo del hecho de destruir. Porque el odio, casi todos estamos de acuerdo, es un sentimiento destructivo, ¿o no?

Pero la cosa no es tan simple.

Y no lo es porque el odio, aunque no nos guste ni pensarlo, es un sentimiento que compete a todos los seres humanos. A todos, salvo que estén recien nacidos, que estén en coma o que la demencia se haya adueñado de ellos. De la santidad y los santos, que dicen que no odian, hablaremos más adelante. Cuando alguien le diga que no odia, que no sabe lo que es eso, que no conoce ese sentimiento tan feo, o que lo venció hace tiempo. ¡Cuidado, amigo, mucho cuidado!

Sí, mucho cuidado, porque nuestro cerebro, el cerebro humano, está conformado, entre otras centenares de cosas, para el odio. Eso se intuyó desde tiempos inmemoriales, pero ahora lo sabemos de seguro. Y lo sabemos gracias al empleo de las resonancias magnéticas funcionales (FMRI), una técnica imaginológica —así se conoce la antigua radiología hoy en día— bastante reciente que nos permite observar, en tiempo real, como determinados circuitos neuronales se encienden o se apagan de acuerdo con la conductividad, o sea, la actividad —o ausencia de la misma— que llevan a cabo.

Desde la perspectiva neurológica, la mayoría de los sentimientos humanos están asociados a los núcleos cerebrales basales, y las reacciones de odio, con más especificidad, al denominado putámen, la parte más posterior y externa del núcleo lenticular, una zona cerebral muy compleja que se relaciona estrechamente con un grupo extraordinariamente interconectado de neuronas a las que llamamos ínsula. La ínsula es una estructura neuronal lateralizada y profunda que tiene que ver con las vías de conducción emocional que viajan hacia, y desde, la corteza gris del cerebro y por eso, por aflorar en la sustancia gris, se hacen conscientes. Dicho con algo más de sencillez, conocemos el odio, sabemos de su existencia, podemos hablar de él, porque lo sentimos, y lo expresamos, en la conciencia, a diferencia del crecimiento del cabello, la respiración durante el sueño o la digestión, por poner un trío de ejemplos, que ocurren sin que nos demos cuenta.

Sin cargar demasiado las tintas en un tema demasiado complejo para este pequeño ensayo, señalemos que estas estructuras neurológicas tienen también que ver, entre otros muchos sentimientos, con el «amor apasionado» —el amor fou medieval que tanto defiende últimamente el Premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa—, lo que daria carta de validez a aquello de que «el odio es amor». Ah, y cosa curiosa, también estos circuitos neuronales se relacionan con las crísis de hipertensión arterial descontrolada, accidentes que no es nada raro que ocurran en el curso de los ataques de ira, enojo, ansiedad y furor propios de los buenos odiadores, haters, con poco autocontrol.

Y como toda persona normal tiene putámen y tiene ínsula en lo profundo de su cerebro, y como en toda persona normal esas dos agrupaciones de neuronas funcionan, en mayor o menor grado, todo el tiempo, pues la conclusión lógica es que todo ser humano normal está perfectamente equipado para odiar y también para amar apasionadamente. ¿Puede una persona normal aplacar, controlar o esconder esos sentimientos? Pues sí, a veces así sucede, pero… ¡a qué precio! Los santos católicos, cuenta la hagiografía, no odiaban, solo amaban —a Dios, se entiende— y padecían, por tanto, un extenso muestrario de manifestaciones cutáneas, los llamados estigmas, y de otros tipos de problemas de salud.

Dicho de otra forma más moderna, el enorme estrés de controlar el odio —y vaya usted a saber sino el amor pecaminoso también— se volvía contra ellos, contra sus organismos, generando enfermedades psicosomáticas de todo tipo. Y no olvidemos que las enfermedades psicosomáticas pueden ocurrirle a cualquiera sin necesidad de ser santos o aspirantes a la santidad.

Pero hay algo más, y no es muy agradable de escuchar. En el amor apasionado, descontrolado, se desactivan zonas de la corteza prefrontal que tienen que ver con el juicio y el razonamiento, algo comprensible cuando entendemos que el amor apasionado es sinónimo de locura. Pero esa desactivación suele ser pasajera, lo que cuadra con la conversión progresiva de la pasión amorosa en amor tranquilo, cariño, costumbre, etc. ¿Se acuerdan de aquella ya vieja canción que decía que la costumbre es mas fuerte que el amor? Por el contrario, en el odio no es habitual que se desactiven esas zonas o su desactivación es muy lenta y limitada, lo que nos lleva a «la permanencia», “la frialdad” y ‘el cálculo’ del odio. Y eso, aunque sabido por todo el mundo, es una mala noticia.

Un neurobiólogo lo explicaría diciendo que los circuitos de «fijación» neuronal que se extienden a la corteza prefrontal son débiles en el amor y mucho más poderosos en el odio. ¡Mala cosa! Y es mala porque toda gran pasión, independientemente del juicio ético o moral que genere, tiene elementos claramente enfermizos. Pero esa enfermedad tiende a ser aguda, y curable con el tiempo, en el amor, y crónica, e incurable, en el odio. ¡Uff!

Los neurólogos John Paul Romaya y Semir Zeki del Centro de Neurobiología del Colegio Universitario de Londres, dos de los investigadores más respetados en el estudio neurológico de las emociones y específicamente del odio, y claro, del amor, concluyen que el odio ha sido determinante en la evolución de la sociedad humana. Tan determinante, dicen, que el odio fue uno de los factores que nos mantuvo vivos cuando todo conspiraba contra nuestra supervivencia y luego nos hizo avanzar muy rápidamente en la escala biológica y civilizatoria. Solo con el amor, que no goza de mucho sentido común, y sin la participación del odio, no hubiéramos llegado muy lejos, piensan ellos.

afirmar, coincidiendo con muchas escuelas psicológicas actuales, que el odio es más una actitud, una disposición personal, y humana en general, que una emoción temporal. Y la demostrada existencia de circuitos neuronales permanentes parece confirmarlo. El escritor, sobreviviente de los campos de exterminio nazis y Premio Nobel de la Paz, el húngaro nacionalizado norteamericano Elie Wiesel, definió a la indiferencia, y no al odio, como lo contrario del amor. El odio es otra cosa, escribió, y sí, ayuda a mantenernos vivos en situaciones extremas. Y Wiesel, que perdió a casi toda su familia y sus amigos cercanos en los campos de concentración hitlerianos sabía mucho de eso.

Expuesto lo anterior, conozcamos a un autor, el crítico inglés William Hazlitt (1778-1830) que le dedicó todo un libro al odio, y no precisamente un libro de autoayuda, no, sino un volúmen hasta cierto punto jubiloso On the pleasure of hating (El placer de odiar 1826). Hazlitt, considerado uno de los más acertados críticos literarios en lengua inglesa de su época, y especialista en Shakespeare, tenía también un lado oscuro, huraño, que lo fue llevando poco a poco a apartarse de casi todo el mundo y a morir relativamente joven, solo y muy pobre. Su libro sobre el placer de odiar, el último que escribió, puede considerarse un profundo ensayo psicológico, un lúcido resúmen de su azarosa vida y una especie de testamento literario.

Hazlitt, que debido a su misantropía cada vez más marcada fue ridiculizado y zaherido muchas veces, e incluso abandonado por su esposa, escribió en su libro que: «De todo nos cansamos, menos de poner en ridículo a los demás y vanagloriarnos de sus defectos».

Explicaba que el odio es «un ejercicio estético sobre el que conviene reflexionar pues no estamos a salvo ni del propio ni del ajeno. El odio produce un gozo intelectual que nos permite acurrucarnos en los brazos de la hostilidad, un principio del que el ser humano no puede desprenderse, pero sin recurrir a la violencia bruta y ordinaria. La inquina es un sentimiento refinado, es la barbarie erudita».

La penetración psicológica, y la ironía, incluso el sarcasmo del escritor inglés son destacables, sobre todo porque rompe los tabúes que limitan una conversación franca y abierta sobre el tema del odio. Muchos filósofos y pensadores, antes y despés de Hazlitt, se han referido al odio, pero en general, es mi impresión, han dado vueltas en la periferia del tema sin entrar de lleno en el meollo del problema.

De todos esos filósofos y pensadores, el más profundo, me parece, fue el médico griego, nacido en Sicilia, Empédocles —el que según la mitología se tiró de cabeza al volcán Etna para convertirse en dios—, al que se le ocurrió que el amor y el odio forman una dupla necesaria para el progreso. Lo dijo así: «El odio rompe la unión forjada por el amor y convierte todo en otra cosa, lo que renueva el ciclo pero haciendo progresar a la gente». Fue, por tanto, un dialéctico intuitivo y precoz.

Aristóteles, observador inteligente, que vino unos cien años después, aportó al debate la cronicidad o incurabilidad del odio. Descartes descubrió, me parece, el agua tibia pues escribió que el odio es la conciencia de que algo está mal y eso nos lleva al deseo de alejarnos, retirarnos de lo que no va bien, lo que bien mirado no siempre es tan cierto. Spinoza dijo que el odio no era más que el dolor producido por una causa externa, lo que se parece mucho al amor, sobre todo al amor no correspondido. David Hume señaló que el odio no era definible de ninguna manera, lo que no es más, cosa rara en un señor tan bien informado y trabajador, que una forma muy cómoda de no decir nada. Y Nietzsche relacionó el odio con la venganza de los débiles, una observación que en general es cierta pero muy incompleta, sobre todo porque los poderosos muchas veces odian tanto, o más, que los débiles.

Pero he aquí que William Hazlitt vuelve para decirnos que: «No es el odio lo que amamos sino el placer de odiar, pues no odia quien quiere sino, quien tiene verdadera madera para hacerlo». Luego añade: «Parecería que la naturaleza se hubiera construido de antipatías, pues sin nada que odiar, perderíamos toda gana de pensar y actuar. La vida se convertoría en una charca si no la turbaran los intereses que riñen, las pasiones ingobernables de los hombres». Nadie, que yo sepa, se había atrevido hasta la llegada de Hazlitt a reconocer abiertamente que el odio, como sentimiento, puede ser un generador de placer.

Pero no termina ahí el crítico inglés en su análisis. Nos dice además que: (…) la presencia excesiva de lo popular y masificante resulta extenuante. El estómago acaba por rebelarse. Es entonces cuando la multitud se reúne con entusiasmo para presenciar la tragedia y la ejecución. Someter a juicio algo o a alguien es fuente de satisfacción inagotable. —continúa Hazlitt razonando con afilada precisión psicológica—. El bien en su estado mas puro se torna insipido y requiere entonces variedad y fuerza. El dolor es agridulce y nunca sacia. El amor se vuelve, con la ayuda de un poco de indulgencia, indiferente o desagradable. Solo el odio es inmortal.

Cínicas y oscuras palabras, pero cuando pensamos en los miles de pulgares hacia abajo que exigían sangre, atronando el circo romano, o en las mujeres francesas haciendo calceta y llevando la cuenta de las cabezas cortadas frente a la guillotina, o en los desfiles de antorchas de las SA hitlerianas, o en los puños levantados de los camisas negras italianos, o en la aprobación popular inicial a las purgas y traslados étnicos estalinistas, o en las cruces ardientes y los extraños frutos colgantes del KKK sureño o en los gritos de «paredón», «paredón» y en los actos de repudio cubanos, un escalofrío de comprensión a la mordacidad del inglés nos recorre la espalda. Y más cuando la lista de infamias que acabamos de señalar es ridícula, irrisoria, comparada con el catálogo de odiosas vilezas de la historia humana.

Lo que nos lleva a otra dimensión del odio: El odio como herramienta de los más inteligentes. El odio como pegamento de unión de la gente en manos de los aspirantes o detentadores del poder político, militar o el que sea. Algo que los pichones de dictadores, tiranos y populistas han sabido, intuitivamente, desde el principio de la civilización.

Métale el miedo al OTRO en el cuerpo (en el cerebro, en el putámen y la ínsula, no lo olvidemos) a alguien y tendrá plastilina entre los dedos. Que el miedo, un sentimiento aun más primitivo que el odio y el amor, es el basamento humano y social de ese mismo odio. Que odiamos lo que no podemos amar, tener o controlar, así de sencillo.

El filósofo español Javier Gomá Lanzón argumenta que en el odio anida un gran complejo de inferioridad camuflado: «Lo difícil, lo milagroso y lo admirable no es odiar —eso lo hace todo el mundo— sino mantener las fuentes del entusiasmo y el idealismo pese a la abrumadora negatividad de la vida y de una cultura que casi por entero conspira para que se desvanezcan las ilusiones. —nos sigue explicando Gomá Lanzón—. El goce que supone abandonarse al lado oscuro, sin embargo, no es incompatible con la perplejidad ética. Tan pronto sentimos resentimiento como arrepentimiento. A menudo nos movemos entre lo mundano y lo sublime, entre lo abyecto y lo divino, sin poder evitarlo». Y así suele ser, en efecto. Y ese movimiento pendular nos lleva también muchas veces a la disonancia cognitiva, un sesgo o prejuicio cada vez más común en nuestra sociedad y un tema para tratar con más extensión en otro ensayo. Prometido está.

Y… los inteligentes. Pues claro que sí, la inteligencia emocional bien comprendida y manejada, y aquí no nos referimos a los manipuladores de toda laya que también suelen ser muy inteligentes, puede controlar, hasta cierto punto, a las emociones que generamos, incluyendo el odio.

Pero controlar es una cosa y dejar de sentir otra muy distinta. La burla, la envidia, la ira, el enojo pueden ser aplacados y redirigidos, eso es cierto, pero… eliminar completamente el odio es otra cosa. Odiar el odio es una frase bonita, pero… eliminar el miedo, el miedo al fracaso, el miedo a la pérdida económica, el miedo a perder la juventud, el miedo a no ser lo suficientemente atractivo, el miedo a perder el ser amado, el miedo a la enfermedad, el miedo a la muerte, el miedo al otro (base fundamental, junto con la ignorancia y la estupidez, de los denominados crímenes de odio), umm, nada de eso es tan fácil de someter, aunque reconocerlo, es cierto, es ya un paso adelante.

Una vieja conseja española anónima dice «No te guardo rencor, pero tampoco tengo amnesia». Otto von Bismarck, el Canciller de Hierro, y Sir Winston Churchill reconocieron en su momento ser odiadores consuetudinarios, lo que no les impidió sobreponerse en muchas ocasiones a esas limitaciones y llevar adelante políticas nacionales e internacionales que los han hecho pasar a la historia. La prolífica novelista y ensayista norteamericana Joyce Carol Oates escribió una vez que «El amor combinado con odio es mas poderoso que el amor. O que el odio».

Terminemos, que ya va siendo tiempo, comentando la relativamente sencilla, y bastante práctica, clasificación de tipos de odio que presentó hace algunos años en uno de sus libros la psicóloga y socióloga suiza —nacida judía en Polonia— Alicia Miller. Según ella existen tres tipos básicos de sentimientos de odio:

  1. El odio justificado: Ilustrémolo con la conocida estrofa del poeta y político cubano José Martí: El amor, madre, a la patria / no es el amor ridículo a la tierra, / ni a la yerba que pisan nuestras plantas; / Es el odio invencible a quien la oprime, / es el rencor eterno a quien la ataca. Una interesante definición del odio justificado bien mezclado con el amor. La incapacidad de sentir odio justificado es sinónimo de psicopatía o demencia. El odio justificado es absolutamente normal y es precisamente sobre el que se puede actuar, para atenuarlo o sanarlo, de una manera activa, lo que no significa que pueda erradicarse si no se solucionan las causas que lo generan. El romano Marco Poncio Catón, el Viejo, conocido también como el Censor, nos dejó una sentencia demoledora sobre este tipo de odio: «Cuídate de que nadie te odie con razón». Sabias palabras.

  1. El odio consciente reactivo: Es un concepto que se le debe en parte a los trabajos de Sigmund Freud y sus continuadores en el psicoanálisis, sobre todo a su hija Anna Freud. No es más que un mecanismo de defensa en el que se proyecta lo contrario de lo que se siente en realidad, pero justificándolo emocional y/o argumentalmente. La explicación psicológica es compleja y rebasa los límites de esta breve exposición. Suele manifestarse de múltiples maneras pero me limitaré a un ejemplo reciente y muy llamativo, la conversión del odio al ruso, sentimiento típico del cubano exiliado tradicional, en aceptación / respeto / admiración / idealización al ruso, por una parte de ellos, después del cambio presidencial norteamericano del 2016. Señalamos de paso que algo parecido, aunque con mucha mayor intensidad, se vió, también por parte de un buen número de cubanos, en la Cuba revolucionaria de los años 1959–1962, donde los rusos, los soviéticos, dejaron de ser brúscamente el diablo para convertirse en dioses laicos. El odio consciente reactivo termina usualmente en perplejidad y frustración. Y a veces se canaliza hacia el tercer tipo (ver abajo). William Shakespeare escribió: «Si las masas pueden amar sin saber por qué, tambien pueden odiar sin mayor fundamento».

  1. El odio latente transferido u odio por sustitución: Es la forma más cruel y patológica del odio. La explicación sencilla es que la persona que lo siente sufrió algún tipo de agresión, sobre todo en la niñez, que no recuerda o reconoce y transfiere ese trauma hacia otros blancos (animales, cosas, personas, instituciones, razas, etnias, países o incluso hacia sí mismo). Es clásico señalar —aunque puede haber algo de mitología en eso— que la incapacidad de Adolfo Hitler para triunfar como artista plástico generó su odio patológico hacia los judíos, eslavos, etc. El populismo tradicional utiliza el odio latente transferido como uno de sus pilares de acción. El filósofo británico Bertrand Russell escribió: «Pocas personas consiguen ser felices sin odiar a otra persona, nación o credo». Y el poeta y novelista alemán Hermann Hesse señaló que: «cuando odias a una persona, odias algo de ella que forma parte de tí mismo. Lo que no forma parte de nosotros no nos molesta». Muchos criminales famosos y asesinos en serie padecen o han padecido de este tipo de condición patológica, porque eso es. Pero no hay que haber matado a nadie ni desear hacerlo para sufrir este sentimiento.

Ni que decir que el odio no es un buen consejero, pero aceptar que existe, que es mejor reconocerlo cuando levanta la cabeza en los otros o en nosotros mismos y que aprender a sortearlo es inteligente, sí es un buen consejo.

Mientras tanto, mantén el odio a distancia, inténtalo, lucha por mantenerlo lejos de tí, porque como dijo Confucio «antes de embarcarte en un viaje de venganza, cava dos tumbas».

Nota: Estoy parcialmente en deuda, para la confección de este breve ensayo, con la periodista española Noemí López Trujillo y su interesante investigación titulada El placer de odiar

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